
Me dirijo a ti, sacerdote Emilio, que vas a ejercer como tal porque Dios te ha concedido esa dignidad, la misma que, hace 2.000 años, otorgó a sus Apóstoles. Yo te admiro, y te tengo en la más alta estima, como lo que eres, porque has tenido la gran valentía de seguir a Jesús, renunciando a una serie de cosas que, como humano, podrías haber sentido igual que nosotros tus semejantes; a una vida normal de familia, a un hogar, dinero, lugares, honores, cargos..., y todo ello para servir a Dios y a los hombres. Esta renuncia a las cosas terrenas te da la plena libertad para aceptar cualquier tarea o destino. ¡Benditas sean tus renuncias!
Que tu ímpetu juvenil no te conduzca al gravísimo error de pensar que vas a intentar cambiar el mundo o la Iglesia. Éstos han sido y seguirán siendo como desde el principio de sus tiempos. Que tu ímpetu te impulse a cambiar el entorno en el que te vas a desarrollar. Jesucristo te dio otro mandato más concreto: el de predicar la Buena Nueva e impartir los sacramentos.
Verás a tu alrededor, mientras les acercas a Dios en tus Misas, parejas de jóvenes matrimonios con sus hijos pequeños de la mano, que tú también podrías haber tenido. Y les dirás cosas bonitas en tu inspirada plática, mientras soportas, con admirable entereza, la ausencia de eso que sabes que nunca podrás tener. Pero tú, padre Emilio, tendrás muchos más hijos que cualquier matrimonio, y de todas las edades, con los que vas a poder ejercer ampliamente tu magistral ministerio. A los que nacen, les abrirás la puerta de la Iglesia, para que sigan, si quieren, dentro de ella, el camino que les lleve a la eterna salvación. Luego les confirmarás en su fe, para otorgarles después el perdón del arrepentimiento, en su reconciliación con Dios. Tendrás la facultad de darles de comer al mismo Jesús, que solamente tú, como sacerdote, puedes bajar de los cielos, y sellarás con el bendito signo de la cruz la unión, para siempre, en cuerpo y alma, del hombre y la mujer que se entregan en santo matrimonio. Consolarás al moribundo en los últimos instantes de su vida, abriéndole la puerta de la eterna felicidad, con el sacramento de la Unción, y luego sellarás con tu postrera bendición la losa de su sepulcro. ¿No te parece todo esto una sublime tarea? Y por si fuera poco, Jesús te ha prometido, a cambio de ello, el ciento por uno. ¡Qué maravilloso tu ministerio! ¡Cuán extraordinaria tu vocación!
Hay una grandísima cantidad de predecesores tuyos de los que podrás copiar muchas cosas buenas: esa constante alegría de san Pablo, a pesar de sus muchas tribulaciones por el mero hecho de ser cristiano; san Agustín, que nos dejó, para pensarla en profundidad, esa maravillosa frase de que «el placer de morir sin pena, bien vale la pena de vivir sin placer»; las extraordinarias ansias de san Francisco de Asís, que tantas veces has leído en la pared de tu alcoba: «Donde haya tristeza ponga yo alegría, donde guerra, traiga yo la paz, sea yo la luz que alumbre las tinieblas, concordia en medio del rencor, etc.» Y, últimamente, el imponente magisterio de Juan Pablo II, el Grande, que, entre otras muchas enseñanzas, siempre nos inculcó ese pensamiento tan suyo y tan bonito de «No tengáis miedo. Abrid, de par en par, las puertas a Cristo».
Éste ha de ser tu magisterio, Emilio: el amor y la desinteresada conducción a Dios, de todos aquellos que te rodeen, y hecho siempre con humildad, sumisión, alegría y confianza. Que digan de ti lo que dijeron del Maestro: Pasó por el mundo haciendo el bien. Ése es nuestro deseo.
Mucho he pedido a Dios, en estos últimos años, por que así sea, muchos Rosarios han subido a la Virgen María, precedidos de tu nombre, y ten la completa seguridad de que lo mismo seguiré haciendo hasta el último instante de mi vida. ¡Que Dios te bendiga, hijo mío, y que siempre te acompañe! Y tennos siempre a nosotros presentes delante del Él.¨
Las palabras de esta carta-testimonio, de fecha 21 de abril de 2005, dirigida a su hijo Emilio, sacerdote, –confiesa el autor– «están en perfecta sintonía con el sentir de su madre, mi esposa»
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