Los
católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas
verdades han quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos
presentes, cada domingo y en muchas otras ocasiones, los contenidos más
importantes de nuestra fe cristiana.
Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos
diciendo también una especie de frase oculta, compuesta por cinco
palabras: "Creo en la misericordia divina". No se trata aquí de añadir
una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino
de valorar aún más la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia
divina, como parte de nuestra fe.
Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor
creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la
existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar y reír, suspirar y
rezar, trabajar y tener un momento de descanso.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado [la desobediencia a Dios, Catecismo 397]. Un
pecado que penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la
muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia humana quedó herida por
dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres y violaciones,
abusos de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y desprecio a
los ancianos, explotación de los obreros y asesinatos masivos por
motivos raciales o ideológicos.
Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también
es (mejor, que es sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es
capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la
caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de
bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el
corazón manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama,
porque su amor es más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de
salvación universal, movido por una misericordia infinita. Envió
profetas y señales de esperanza. Repitió una y otra vez que la
misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la Cruz de
Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido
el don de la amistad con el Padre de las misericordias.
Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el
pecado, de arrojarlo lejos. "Como se alzan los cielos por encima de la
tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como
está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías" (Sal
103,11-12).
La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus
heridas con aceite y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para
ser curado en un mesón. Como enseñaban los Santos Padres, Jesús es el
buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a
mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para
curarme, para traerme a casa.
Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados
que nos dejó el Papa Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica
Dives in misericordia
(Dios rico en misericordia), donde explicó la relación que existe entre
el pecado y la grandeza del perdón divino: "Precisamente porque existe
el pecado en el mundo, al que Dios amó tanto... que le dio su Hijo
unigénito, Dios, que es amor, no puede revelarse de otro modo si no es
como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda
de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y
del mundo que es su patria temporal" (Dives in misericordia n. 13).
Además, el beato Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la
divina misericordia que fue manifestada a santa Faustina Kowalska. Una
devoción que está completamente orientada a descubrir, agradecer y
celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo.
Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia, abre el paso al cambio
más profundo de cualquier corazón humano, al arrepentimiento sincero, a
la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre limitado y
contingente) con la fuerza del bien y del amor omnipotente.
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que
rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo
en el Dios que nos recuerda su amor: "Era yo, yo mismo el que tenía que
limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados" (Is
43,25). Creo en el Dios que dijo en la cruz "Padre, perdónales, porque
no saben lo que hacen" (Lc 23,34), y que celebra un banquete infinito
cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo en el
Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de
algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse
su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es
eterno su amor (Sal 106,1), porque nos ha regenerado y salvado, porque
ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos
(1Jn 3,1).
A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi
corazón, que sea siempre alabado y bendecido, que camine siempre a
nuestro lado, que venza con su amor nuestro pecado. "Bendito sea el Dios
y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia,
mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha
reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible,
inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a
quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación,
dispuesta ya a ser revelada en el último momento" (1Pe 1,3-5).
[El subrayado es nuestro]
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