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4 de julio de 2009

¨No es éste el carpintero, el hijo de María...¨(Domingo 14 del Tiempo Ordinario)

Ez 2, 2-5; Cor 12, 7b-10; Mc 6, 1-6

(...)

Dios empeñado en rebajarse hasta hacerse hombre y carpintero. Y nosotros empeñados en elevar a Dios tan alto que ni lo podemos ver. Dios empeñado en hacerse uno de nosotros y como nosotros. Y nosotros empeñados en hacerlo distinto a nosotros.

Eso de rebajarse como que no nos va.

¿Quién quiere vaciarse de sus títulos o dignidades?

¿O al menos, no exhibirlas como un trofeo?

Todos queremos subir, aunque sea a cuenta de los demás.

Todos sacamos nuestros pergaminos para que la gente nos considere que somos alguien.

Todos queremos que delante de nuestros nombres pongan: Don, Su Eminencia, Su excelencia, Reverendísimo, Ilustrísimo.

Es que esos títulos lucen, a uno le dan brillo.

Uno puede ser un don nadie, pero con uno de esos títulos por delante, todo el mundo se te rinde.

Si Jesús hubiese sido Ingeniero, Arquitecto, Senador, Presidente de la República, Obispo o aunque no sea más que Párroco o Superior de una Comunidad o Presidente de alguna entidad pública, o algo así, todos le creerían. Pero, como era “hijo del carpintero” y su familia no era de renombre en el pueblo, “se escandalizaban de él”.

Por eso Dios nos suele resultar desconcertante, porque camina en siempre en dirección contraria a nosotros.

El queriendo acercarse al hombre y nosotros empeñados en verlo desde lejos.

El queriendo parecerse a nosotros y nosotros empeñados en hacerlo distinto.

El queriendo familiarizarse con nosotros y nosotros empeñados en sentirlo extraño.

El queriendo hacerse sencillo y nosotros empeñados en hacerlo complicado.

El queriendo que le tratemos de tú y nosotros tercos en llamarle “Señor”.

El queriendo hacerse ¨débil¨ y nosotros seguimos tercos con eso de “omnipotente”.

El queriendo hacerse pobre por nosotros y nosotros tercos en querer verlo rico.

El queriendo inspirarnos confianza y nosotros tercos en tratarlo siempre con grave reverencia: “Señor”.

Y el caso es que, con esas, nuestras actitudes, le impedimos hacer su obra en nosotros. “Y no pudo hacer allí ningún milagro”. “Y se extrañó de su falta de fe”.

Porque es fácil creer en un Dios que nosotros hacemos y creamos a la medida de nuestras mentalidades.

Pero la fe no consiste en creer en el Dios que nosotros nos inventamos sino en el Dios que se nos revela tal y cual quiere que le conozcamos.

Dios no quiere imponerse por su poder sino por su amor.

Dios no quiere que le amemos por su grandeza sino por su sencillez.

Dios no quiere que le temamos por su omnipotencia, sino que le amemos por hacerse como nosotros.

Dios quiso ser carpintero, arregla sillas, arregla patas de mesa.

Dios quiso ser carpintero para oler a viruta y aserrín.

Dios quiso ser carpintero para oler a madera.

Y esto lo transferimos luego a la realidad de la vida. Un amigo mío era socio de una empresa. Su otro socio decidió retirarse y él le compró su parte. Pero le dio un consejo: “Oye, supongo que tirarás ese “Wolksvaguen” y te comprarás un “Mercedes” aunque sea de segunda mano, porque ¿qué banco te va a prestar dinero si te ven con ese carro?

Es que para nosotros las apariencias valen mucho, aunque sea de segunda mano. Pero que sea de los que suenan alto. Lo mismito le pasó a Jesús: habla bonito, dice cosas extraordinarias, tiene una sabiduría única, pero no tiene carro, es un simple carpintero.

(...)

Los carpinteros no sirven para Dios
P. Clemente Sobrado C.P.


Lun.: Gn 28,10-22a; Sal 90; Mt 9, 18-26
Mar.: Gn 32, 22-32; Sal 16; Mt 9, 32-38
Mié.: Gn 41, 55-57; 42, 5-7.17-24a, Sal 32; Mt 10, 1-7
Jue.: Gn 44, 18-21.23b-29; 45,1-5; sal 104; Mt 10, 7-15
Vie.: Gn 46, 1-7.28-30; Sal 36; Mt 10, 16-23
Sáb.: Gn 49, 29-32; 50, 15-26a; Sal 104; Mt 10, 24-33

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