"No os agobiéis por el mañana"
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso al segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: no estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan, y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?
¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y yo os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso.
Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos.
Meditación de Juan Pablo II
(...)
¿Para qué fin nos ha creado Dios?", se pregunta la tradición cristiana de la catequesis. E iluminados por la gran fe de la Iglesia, tenemos que repetir, pequeños y grandes, estas palabras u otras semejantes: "Dios nos ha creado para conocerlo y amarlo en esta vida, y gozar de Él eternamente en la otra".
Pero precisamente esta enorme verdad de Dios, que con rostro sereno y mano segura guía nuestra historia, paradójicamente encuentra en el corazón del hombre un doble contrastante sentimiento: por una parte, es llevado a acoger y a confiarse a este Dios Providente, tal como afirma el Salmista: "Acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre" (Sal 130, 2).
Por otra, en cambio, el hombre teme y duda en abandonarse a Dios, como Señor y Salvador de su vida, o porque ofuscado por las cosas, se olvida del Creador, o porque, marcado por el sufrimiento, duda de Él como Padre. En ambos casos la Providencia de Dios es cuestionada por el hombre. Es tal la condición del hombre, que en la misma Escritura divina Job no vacila de lamentarse ante Dios con franca confianza; de este modo, la Palabra de Dios indica que la Providencia se manifiesta dentro del mismo lamento de sus hijos. Dice Job, lleno de llagas en el cuerpo y en el corazón: "¡Quién me diera saber dónde hallarlo y llegar hasta su morada!. Expondría ante Él mi causa, tendría la boca llena de recriminaciones" (Job 23, 3-4).
Y de hecho, no han faltado al hombre, a lo largo de toda su historia, ya sea en el pensamiento de los filósofos, ya en las doctrinas de las grandes religiones, ya en la sencilla reflexión del hombre de la calle, razones para tratar de comprender, más aún, de justificar la actuación de Dios en el mundo.
(...) Soluciones extremistas y unilaterales que nos hacen comprender al menos qué lazos fundamentales de vida entran en juego cuando decimos "Divina Providencia": ¿cómo se conjuga la acción omnipotente de Dios con nuestra libertad, y nuestra libertad con sus proyectos infalibles? ¿Cuál será nuestro destino futuro? ¿Cómo interpretar y reconocer su infinita sabiduría y bondad ante los males del mundo: ante el mal moral del pecado y el sufrimiento del inocente? ¿Qué sentido tiene esta historia nuestra, con el despliegue a través de los siglos, de acontecimientos, de catástrofes terribles y de sublimes actos de grandeza y santidad? ¿El eterno, fatal retorno de todo al punto de partida sin tener jamás un punto de llegada, a no ser un cataclismo final que sepultará toda vida para siempre, o —y aquí el corazón siente tener razones más grandes que las que su pequeña lógica llega a ofrecerle— hay un ser Providente y Positivo, a quien llamamos Dios, que nos rodea con su inteligencia, ternura, sabiduría y guía "fortiter ac suaviter" nuestra existencia —la realidad, el mundo, la historia, nuestras mismas voluntades rebeldes, si se lo permiten— hacia el descanso del "séptimo día", de una creación que llega finalmente a su cumplimiento?.
Aquí, en esta línea divisoria sutil entre la esperanza y la desesperanza, se coloca, para reforzar inmensamente las razones de la esperanza, la Palabra de Dios, tan nueva, aunque invocada por todos, tan espléndida que resulta casi humanamente increíble. La Palabra de Dios nunca adquiere tanta grandeza y fascinación como cuando se la confronta con los máximos interrogantes del hombre: Dios está aquí, es Emmanuel, Dios-con-nosotros (Is 7, 14), y en Jesús de Nazaret muerto y resucitado. Hijo de Dios y hermano nuestro, Dios muestra que "ha puesto su tienda entre nosotros" (Jn 1, 14). Bien podemos decir que todas las vicisitudes de la Iglesia en el tiempo consisten en la búsqueda constante y apasionada de encontrar, profundizar, proponer, los signos de la presencia de Dios, guiada en esto por el ejemplo de Jesús y por la fuerza del Espíritu. Por lo cual, la Iglesia puede, la Iglesia quiere, la Iglesia debe decir y dar al mundo la gracia y el sentido de la Providencia de Dios, por amor al hombre, para substraerlo al peso aplastante del enigma y confiarlo a un misterio de amor grande, inconmensurable, decisivo, como es Dios. Así que el vocabulario cristiano se enriquece de expresiones sencillas que constituyen, hoy como ayer, el patrimonio de fe y de cultura de los discípulos de Cristo: Dios ve, Dios sabe, si Dios quiere, vive en la presencia de Dios, hágase su voluntad, Dios escribe derecho con nuestros reglones torcidos..., en síntesis: la Providencia de Dios.
(...)
Audiencia General, miércoles 30 de abril de 1986
Véase en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1986/documents/hf_jp-ii_aud_19860430_sp.html
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