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1 de agosto de 2012

Del Santo Evangelio Según San Mateo 13, 44-46

En aquel tiempo dijo Jesús a la gente: "El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas, que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra".(Aciprensa.com)
 
El significado del Reino de Dios en las parábolas evangélicas 
(Juan Pablo II, Audiencia General, 1991)

1. Los textos evangélicos documentan la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios en relación con la Iglesia. Documentan, también, de qué modo lo predicaban los Apóstoles, y cómo la Iglesia primitiva lo concebía y creía en él. En esos textos se vislumbra el misterio de la Iglesia como reino de Dios. Escribe el Concilio Vaticano II: «El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido (...). Este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo» (Lumen gentium,5). A todo lo que dijimos en las catequesis anteriores acerca de este tema, especialmente en la última, agregamos hoy otra reflexión sobre la enseñanza que Jesús imparte sobre el reino de Dios haciendo uso de parábolas, sobre todo de las que se sirvió para darnos a entender su significado y su valor esencial. 

2. Dice Jesús: «El reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo» (Mt 22, 2). La parábola del banquete nupcial presenta el reino de Dios como una iniciativa real ―y, por tanto, soberana― de Dios mismo. Incluye también el tema del amor y, con mayor propiedad, del amor nupcial: el hijo, para el que el padre prepara el banquete de bodas, es el esposo. Aunque en esta parábola no se habla de la esposa por su nombre, las circunstancias permiten suponer su presencia y su identidad. Esto resultará más claro en otros textos del Nuevo Testamento, que identifican a la Iglesia con la Esposa (Jn 3, 29; Ap 21, 9; 2 Co 11, 2; Ef 5, 23-27. 29).

3. Por el contrario, la parábola contiene de modo explícito la indicación acerca del Esposo, Cristo, que lleva a cumplimiento la Alianza nueva del Padre con la humanidad. Ésta es una alianza de amor, y el reino mismo de Dios se presenta como una comunión (comunidad de amor), que el Hijo realiza por voluntad del Padre. El «banquete» es la expresión de esta comunión. En el marco de la economía de la salvación descrita por el Evangelio, es fácil descubrir en este banquete nupcial una referencia a la Eucaristía: el sacramento de la Alianza nueva y eterna, el sacramento de las bodas de Cristo con la humanidad en la Iglesia.

4. A pesar de que en la parábola no se nombra a la Iglesia como Esposa, en su contexto se encuentran elementos que recuerdan lo que el Evangelio dice sobre la Iglesia como reino de Dios. Por ejemplo, la universalidad de la invitación divina: «Entonces [el rey] dice a sus siervos (...): «a cuantos encontréis, invitadlos a la boda» (Mt 22, 9). Entre los invitados al banquete nupcial del Hijo faltan los que fueron elegidos en primer lugar: esos debían ser huéspedes, según la tradición de la antigua Alianza. Rechazan asistir al banquete de la nueva Alianza, aduciendo diversos pretextos. Entonces Jesús pone en boca del rey, dueño de la casa: «Muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Mt 22, 14). En su lugar, la invitación se dirige a muchos otros, que llenan la sala del banquete. Este episodio nos hace pensar en otras palabras que Jesús había pronunciado en tono de admonición: «Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera» (Mt 8, 11-12). Aquí se observa claramente cómo la invitación se vuelve universal: Dios tiene intención de sellar una alianza nueva en su Hijo, alianza que ya no será sólo con el pueblo elegido, sino con la humanidad entera.

5. El desenlace de esta parábola indica que la participación definitiva en el banquete nupcial está supeditada a ciertas condiciones esenciales. No basta haber entrado en la Iglesia para estar seguro de la salvación eterna: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de bodas?» (Mt 22, 12), pregunta el rey a uno de los invitados. La parábola, que en este punto parece pasar del problema del rechazo histórico de la elección por parte del pueblo de Israel al comportamiento individual de todo aquel que es llamado, y al juicio que se pronunciará sobre él, no especifica el significado de ese «traje» Pero se puede decir que la explicación se encuentra en el conjunto de la enseñanza de Cristo. El Evangelio, en particular el sermón de la montaña, habla del mandamiento del amor, que es el principio de la vida divina y de la perfección según el modelo del Padre: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Se trata del «mandamiento nuevo» que, como enseña Cristo, consiste en esto: «Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Por ello, parece posible colegir [inferir] que el «traje de bodas», como condición para participar en el banquete, es precisamente ese amor.

Esa apreciación es confirmada por otra gran parábola, de carácter escatológico: la parábola del juicio final. Sólo quienes ponen en práctica el mandamiento del amor en las obras de misericordia espiritual y corporal para con el prójimo, pueden tomar parte en el banquete del reino de Dios: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros des de la creación del mundo» (Mt 25, 34).

6. Otra parábola nos ayuda a comprender que nunca es demasiado tarde para entrar en la Iglesia. Dios puede dirigir su invitación al hombre hasta el último momento de su vida. Nos referimos a la conocida parábola de los obreros de la viña: «El reino de los cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña» (Mt 20, 1). Salió, luego, a diferentes horas del día, hasta la última. A todos dio un jornal, pero a algunos, además de lo estrictamente pactado, quiso manifestarles todo su amor generoso.

Estas palabras nos traen a la memoria el episodio conmovedor que narra el evangelista Lucas sobre el «buen ladrón» crucificado al lado de Cristo en el Gólgota. A él la invitación se le presentó como una manifestación de la iniciativa misericordiosa de Dios: cuando, a punto de expirar, exclamó: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino», oyó de boca del Redentor-Esposo, condenado a morir en la cruz: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 42-43).

7. Citemos otra parábola de Jesús: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» (Mt 13, 44). De modo parecido, también el mercader que andaba buscando perlas finas, «al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra» (Mt 13, 45). Esta parábola enseña una gran verdad a los llamados: para ser dignos de la invitación al banquete real del Esposo es necesario comprender el valor supremo de lo que se nos ofrece. De aquí nace también la disponibilidad a sacrificarlo todo por el reino de los cielos, que vale más que cualquier otra cosa. Ningún valor de los bienes terrenos se puede parangonar con él. Es posible dejarlo todo, sin perder nada, con tal de tomar parte en el banquete de Cristo-Esposo.

Se trata de la condición esencial de desprendimiento y pobreza que Cristo nos señala, junto con las restantes, cuando llama bienaventurados a «los pobres de espíritu», a «los mansos» y a «los perseguidos por causa de la justicia», porque «de ellos es el reino de los cielos» (cf. Mt 5, 3. 10); y cuando presenta a un niño como «el mayor en el reino de los cielos»: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos» (Mt 18, 2-4)

8. Podemos concluir, con el Concilio Vaticano II, que en las palabras y en las obras de Cristo, especialmente en su enseñanza a través de las parábolas, «este reino ha brillado ante los hombres» (Lumen gentium, 5) . Predicando la llegada de ese reino, Cristo fundó su Iglesia y manifestó su íntimo misterio divino (cf.Lumen gentium, 5).


El subrayado es nuestro

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