Del Santo Evangelio Según San Marcos 6,30-34
Meditación del P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Como ya les indiqué, tras el fracaso de la visita a Nazaret, Jesús se dedica de modo especial a la preparación personal de sus discípulos. Durará este periodo algo más de un año. Este evangelio sucede cuando los discípulos han regresado de la misión que han realizado por parejas en diversas zonas. La comentamos el pasado domingo. El Espíritu del Señor les ha acompañado y vienen cansados pero eufóricos. Son ellos los primeros sorprendidos por lo que han hecho: enfermos que curan, personas que creen, gente abandonada que cambia su vida, los que preguntan queriendo saber más y más, endemoniados que son liberados. Jamás lo hubieran pensado; todos los doce tienen muchas cosas que contar y muchas ganas de hablar. Pero están cansados y Jesús se da cuenta, y les invita a un sitio tranquilo donde descansar y gozar de la experiencia con paz. Porque “no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado”. No faltarán entre ustedes quienes se encuentren a veces en situación parecida.
Habrá quienes, obligados por la edad o los achaques, no estén ya para esfuerzos semejantes; pero también cuántos padres y madres de familia, sacerdotes, incluso personas jóvenes absorbidas por sus estudios y otras obligaciones, cuántos son los que no encuentran tiempo para hablar con tranquilidad con sus familias, saborear el cariño de la esposa y de los hijos, tener un poco de reposo para compartir con sus amigos, para leer un libro, para reflexionar sin prisa sobre lo que más les importa, para escuchar, agradecer y hablar con Dios.
Y ocurrió que la gente adivinó a dónde iban Jesús y los discípulos, y corriendo se adelantaron de modo que al llegar estaba ya esperando un buen grupo. Se frustraron los planes. ¡Pobres! ¡Qué interés por escucharle! Dice Pedro, que fue testigo (el evangelio de Marcos es el de Pedro, recuerden), que a Jesús “le dieron lástima”; en rigor el término de Pedro es más expresivo; dice que a Jesús “se le conmovieron las entrañas porque andaban como ovejas sin pastor”. Aquella gente necesitaba una palabra de esperanza. Porque el hombre de todos los tiempos necesita saber “por qué vive, por qué trabaja, por qué sufre, por qué muere”, como enseña el Vaticano II (G.S.). Y concluye: “Y se puso a enseñarles con calma”. El deber más urgente del buen pastor es proporcionarles buenos pastos. Y “no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
La importancia de los buenos pastores se ve ya en el Antiguo Testamento. Dios condena a los malos. Ya le hemos oído la amenaza. “¡Ay de los pastores que dispersan y dejan perecer a las ovejas! Yo les tomaré cuentas por la maldad de sus acciones”. Y asegura que acabará con la situación por las buenas o las malas por medio del Mesías prometido: “Yo mismo reuniré el resto, lo que quede de mis ovejas, y les pondré pastores que las pastoreen. Suscitaré a David un vástago legítimo, reinará como rey prudente. En sus días se salvará Judá, Israel habitará seguro”. Esta profecía de Jeremías la cumple hoy Jesús: “Yo soy el buen Pastor”. Con plena verdad le canta el salmo, y también nosotros: “El señor es mi pastor. Nada me falta. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo. Preparas una mesa ante mí. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término” (S. 22).
Son palabras que recuerdan otras entrañables de Jesús a la vuelta triunfante de otra experiencia apostólica, esta vez de 72 discípulos, símbolos en su Iglesia de cualquiera de ustedes, pues todos en la Iglesia estamos y están llamados a dar testimonio: “Lleno de gozo por la acción del Espíritu Santo, exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y las has revelado a los pequeños”. Alégrense, hermanos, los pequeños, los que no han tenido tiempo para grandes estudios teológicos, pero tienen gran amor a Jesucristo y quieren que sea más y más amado. “Bendígote, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido dado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están apenados y sobrecargados y yo les aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán alivio para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 25-30).
Si ustedes recurren a la Palabra en penas y alegrías, para dar gracias y pedir perdón, para encontrar luz y fuerza, para conversar con su Dios de corazón a corazón verán que no les defrauda. Desde el principio, antes que ninguna cosa existiese, existía la Palabra y la Palabra estaba en lo más íntimo de Dios y la Palabra era Dios. Vino al mundo, está en el mundo, la guarda y proclama la Iglesia. Y cuantos la reciben, se convierten en hijos de Dios y de su plenitud van creciendo de gracia en gracia (v. Jn 1,1-18).
Por eso es fundamental que la Palabra, la Palabra de Dios al hombre, llegue a todos. Por eso, cuando la hayan gustado, denla a otros, porque es la primera necesidad y derecho de cada hombre. Conocer la Palabra, escucharla, gustarla en la intimidad de la oración, iluminar con ella el momento que vivo, valorar mi conducta con su medida, dejarme meter por ella en lo íntimo del Corazón de Dios, sentir en el mío su pálpito, llorar mis pecados, sentir la caricia del perdón y la fuerza vital de la vida de Jesús en mi alma para poner mis pisadas en sus huellas cargando con mi cruz. La grandeza de la palabra la conoce sólo el que la acoge. Oren la palabra. La intimidad con Jesús nos irá abriendo la puerta de su Corazón y nos hará día a día mejores discípulos. La palabra orada nos dará la gracia de amar a Jesús cada día con más entusiasmo, de hacer lo posible para sea más conocido y más amado. Es la palabra de quien es el camino, la verdad y la vida. Y recuerden: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21). Que así sea.
La edición y el subrayado son nuestros.
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J. Homilía del 16º Domingo del TO, 22/Julio/2012, Blog Formación para Laicos.
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